Ayer mil demonios volátiles danzaron macabros a mi alrededor, se apoderaron de mi mente, me desgarraron, me desmembraron haciendo de mí mortaja viva, vertieron en mis venas su sangre que en este momento irriga mi ser; contagiaron de odio y rencor mi corazón, me llenaron de ansia y desazón.
A mis oídos llego una voz que decía:
- Eres mío, no te resistas, renuncia y entrégate a mi.
Abrí mis ojos y todo era oscuridad, agudicé mis percepciones y solo reinó el silencio, sin embargo sabía que estaban ahí, otros muchos como yo, de pronto me percate de algo; sentí en mi mano el frío cristal, contenedor del dulce cáliz que a ese oscuro rito me transportó.
Vi ojos rojos saliendo de sus cuencas, dientes negros desmoronándose uno a uno, brazos adustos cuyas manos intentaban atraparme con sus dedos descarnados y uñas desprendiéndose, pechos abiertos que servían de nido a limosas serpientes carmesí, estómagos expectorando intestinos por las hendeduras provocadas por aquellas costillas filosamente fracturadas de cada negro demonio acercándose a mí.
Pude sentir los fríos índices en mi cabeza arrancando mi cabello, tinto y vital licor bañabame al escapar de mi cráneo, pestíferos reptiles enredándose en mis piernas dejando su rojizo rastro, escuché el crujido de mis costillas romperse al ser mordidas por criaturas buscando mi estómago. . .
El silencio dejo de existir, había risas; socarronas burlas que quemaban y laceraban el alma, recordé el cristal conteniendo el dulce cáliz en mi mano y lo estrelle en un enjuto y amarillento rostro de sangrantes cuencas y descarnados pómulos.
Silencio total. . . Todo era un desastre, lentamente abrí los ojos, la habitación se encontraba de cabeza y tirado ahí; junto a los mil diáfanos pedazos de una botella de licor, con el más execrable aliento, barriendo el suelo con el cabello, viendo al techo y ahogado en alcohol estaba yo.